Por Weildler Guerra Curvelo

En la selecta y laboriosa biblioteca que los misioneros italianos habían organizado en el colegio en donde cursé la educación secundaria había una novela casi perdida en uno de sus anaqueles. Podría haber pasado desapercibida durante años al lado de la Vidas de los doce césares de Suetonio o de Ivanhoe de Walter Scott. Sin embargo, su título era muy llamativo para ignorarla. Se trataba de Caravanas la singular novela del escritor norteamericano James Michener quien obtuvo el Premio Pulitzer con su obra Cuentos del Pacifico Sur en 1948.

La lectura de Caravanas fue nuestra entrada a Afganistán, una antigua y lejana nación de la que jamás habíamos escuchado hablar. Según Michener ese país “era más que una distante satrapía de Atenas, una tierra de elevada cultura muchos años antes de que Inglaterra hubiera sido debidamente descubierta o que el continente americano estuviese civilizado”. La obra transcurre en 1946, poco después de la Segunda guerra mundial, pero los sucesos nos parecen tan frescos que la novela pudiese haber sido escrita en la tarde de ayer. En ella podemos palpar los movimientos de un asno que hace girar con tozudez milenaria la noria de la historia.

Allí en sus páginas estaban las sumarias ejecuciones públicas, supervisadas por la religiosa figura de los mullahs Estas eran con frecuencia la cruel lapidación de una mujer acusada de adulterio, la muyilacion de la mano derecha de un ladrón o el degüello de un hombre que había participado en un delito pasional. Muchas de estas prácticas no estaban fundamentadas tanto en la ley islámica como en la tradición de los pashtunes, el grupo étnico mayoritario en el país y que conforma la fuerza armada de los talibanes. Todo ello sucede en una nación situada recurrentemente en la encrucijada de la historia y en medio de las ambiciones de antiguos y nuevos imperios.

Quizás la mejor metáfora para comprender a Afganistán sea la del carácter de sus ríos que son, en apariencia, delgados hilos de agua pero que pueden convertirse en furiosos torrentes que arrasan los puentes mejor construidos.

En uno de los apartes de la novela un competente ingeniero alemán se suicida al ver que los pilares de sus puentes se mantienen intactos después de las inundaciones, pero sus accesos son arrastrados por la fuerza del agua haciendo de ellos monumentos aislados, costosos e inútiles. “Sus sólidos puentes son como el ejército británico, afirma un funcionario local.

Nuestros ríos, destruirán sus puentes, profesor-arquitecto, porque son puentes europeos y no están en condiciones de luchar contra los ríos afganos.”

Los fracasos reiterados en los intentos de imponer un nuevo orden sobre un país culturalmente heterogéneo, socialmente complejo y cargado de historia deben llevar a preguntarnos si ¿los valores occidentales, así como sus concepciones de derechos y democracia, son realmente universales y pueden ser fielmente trasplantados a otras sociedades?

Como lo dijeran los periódicos chinos, con ácido e irrefutable humor, ha sido menos traumática la transición del régimen afgano a manos de los fanáticos talibanes que la efectuada en enero pasado por el gobierno de Donald Trump al de Joe Biden con actos grotescos y cruentos como la toma del Capitolio norteamericano por parte de exaltados y pintorescos republicanos.