Por José Soto Berardinelly

La elección popular de alcaldes municipales pudo ser uno de los avances más importantes de nuestra democracia. Proveníamos de un centralismo indolente que circunscribía las cuotas de poder a un pequeño círculo de privilegiados cercano a élites capitalinas. El espíritu constitucional que pretendió aproximar a la ciudadanía a sus decisiones democráticas tenía buenas intenciones, pero desafortunadamente los resultados no fueron recíprocos a su carácter motivacional.

Tamaño avance, en vez de ayudar a adoptar acertadas decisiones locales, logró efectos contrarios: polarizó liderazgos de opinión, exacerbó la codicia de los lideres, anarquizó la política y, paradójicamente, detuvo nuestro desarrollo. Si reflexionamos sobre los motivos que causaron tales resultados debemos admitir que la causa absoluta de este fracaso tiene un responsable principal: los alcaldes; y detrás de ellos, nosotros, los complacientes ciudadanos que los elegimos.

El diagnostico es tremendo. Padecemos un síndrome de distorsión sociocultural. Elegimos perfiles equivocados, personas que se muestran de una manera cuando son candidatos y ya elegidos sufren una metamorfosis, tienen comportamientos diametralmente opuestos a lo esperado. Los profesionales humildes de antes se transforman en egoístas reyezuelos con egos desbordados que hacen prevalecer intereses particulares sobre el bien general. Seguramente hay algunas excepciones, pero rigurosamente escasas, pues la regla tiende a ser constante.

Tan lamentable situación, obedece a un enorme síndrome de patología social. Tal vez no teníamos la estructura ciudadana para asumir con altruismo semejante reto. Tal vez nos faltó madurez, cultura y formación para no ser inferiores a esa responsabilidad. Tal vez empezamos a surtir nuestro futuro desde una perspectiva prematura de pasado. Es evidente: El proceso educativo de nuestra gente ha sido deficiente. Sigue siendo deficiente.

Si particularizamos en nuestra geografía, comprobamos que La Guajira tampoco ha sido la excepción de la regla. Es más, en algunos casos, las falencias se acentúan haciéndose más notorias con el volumen de señalamientos que ciertas instituciones, desde el centro, utilizan para exhibir conejillos de prueba que permiten maximizar las fallas ajenas para ocultar las propias.

Nosotros, inconscientes, hemos dado motivos para aumentar la dimensión de las fallas cuando hacemos ostentación de lo incorrecto. Muchas veces los candidatos postulados no alcanzan las exigencias éticas o no tienen la formación necesaria para asumir las responsabilidades que aspiran. Pero aspiran; y lo que es peor, los elegimos, generalmente escogiendo la opción inconveniente, la más equivocada.

Nuestra distorsión socio cultural nos hace convertir en líderes ideales a quienes más pavonean, más gastan, más parrandean, más ostentan, más derrochan o más miedo producen. Y así, elegimos mal, escogemos la alternativa que inexorablemente nos arrastra a desdibujar la historía que nos merecíamos. La historía a la que renunciamos cada vez que equivocamos el camino honrado, las sanas costumbres, la integridad y la grandeza.

Si pretendemos desarrollar un verdadero cambio, exento de demagogia y de ventajismos, debemos empezar por implementar un estricto y riguroso proceso educativo. Formar a la gente para hacerla útil, crearle consciencia de una responsabilidad social que los obligue a participar propositivamente en las mejores decisiones de nuestra sociedad. Esa es la única posibilidad para trascender este oscuro laberinto. Solo de esa manera las nuevas generaciones podrán tener actitud, voluntad y tiempo para reencontrar el rumbo que la nuestra perdió irremediablemente.