Colombia ha sido un país que no ha encontrado la forma de dominar las fuerzas crecientes del hambre.

Por Miguel Angel Epieeyüi López-H

En el conjunto mítico wayú, el hambre (Jamü) es representada por un hombre joven que dispara flechas a las huellas de los caminantes solitarios y perdidos. Si las flechas dan en el blanco, el caminante de esas huellas queda atrapado en la tortura del hambre. La enseñanza del mito del hambre señala que las huellas (… que es la herencia familiar), al ser flechadas por Jamü, traspasan también las huellas de los descendientes; son generaciones tras generaciones que difícilmente se librarán de esa herida. Así lo ratifica la ciencia médica: una familia bajo el peso agobiante del hambre o la subalimentación crónica, tanto en lo biológico como en lo psíquico, queda lesionada para el resto de sus días.

Desde siempre el tema del hambre ha sido considerado la almendra del desarrollo social y del comportamiento ético del individuo y la familia. Se nos ha indicado que el hambre es una condición biológica permanente, el proceso metabólico de un ser humano se desarrolla en la tensión nuclear del hambre-nutrición, que es parte implícita de la naturaleza orgánica. El hambre es el ‘vacío’ que impulsa al humano a crear “cultura de provisión”, con la cual se garantiza la dotación de alimentos. Así se pasó de la caza a la recolección, luego a la siembra, al almacenamiento y a la distribución. El hambre crece geométricamente (3-6-9-12-15…), mientras que los alimentos, que lo aplacan, se adquieren aritméticamente (1-2-3-4-5…). El hambre es condición natural y la dotación de alimentos es acción cultural. Ello obliga a recurrir a la producción conjunta, la cooperación de interés ampliado y la proporcionalidad.

En tal contexto, Colombia ha sido un país que, en su línea de tiempo como república, no ha podido superar la prueba de la inteligencia democrática ni de la ética religiosa; no ha logrado encontrar la forma de dominar las fuerzas crecientes del hambre. Las cifras indicadoras hoy así lo demuestran: son 25 millones de personas en condición de pobreza y de miserabilidad, que siguen atrapadas en las garras de la subalimentación y, en contraparte, al ardor del hambre de un 50 por ciento de la población se presenta, en algunos poderosos ciudadanos, la indigestión del hartazgo que, en mayor medida, conduce a una desnutrición del espíritu. Esta indigestión del hartazgo, sin embargo, no está exenta de ser transformada hacia una “igualdad de intereses ampliados”, y es aquí donde un gobierno de inteligencia democrática puede marcar la diferencia, proponiendo un acuerdo de cooperación integral.

En los más recientes documentos de estudios sobre el fenómeno social de la inseguridad alimentaria, como los expedidos por la FAO este año, se muestran unos indicadores preocupantes: un rango de 703 a 828 millones de personas que padecen hambre en el mundo (un aumento del 9,8 por ciento, por causas de la pandemia del covid-19, desde 2019-2020) e, incluso, si los países en desarrollo actuaran de manera correcta en sus inversiones sociales, no lograrían estar por debajo de la cifra de 670 millones de personas con hambre para el 2030, que es el período de tiempo límite para cumplir las metas de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la ONU.

Nunca será demasiado tarde para la implementación de políticas públicas de una agricultura productiva y sustentable, que respalde a la población de campesinos de núcleos familiares y de asociaciones comunitarias, destinando sus esfuerzos a productos más nutritivos, como frutas, hortalizas, legumbres, cereales y tubérculos; estimulando otros conceptos de la propiedad económica como la mutual, la cooperativa, la comunitaria, la ciudadana…; además, conectar a estas metas el saber de las cocinas tradicionales de las distintas regiones del país y la recuperación de platos nutricionales basados en las féculas de plátano y maíz, en los pescaos secos, en las sopas pusandaos, en las coloridas papas nativas; en fin, crear un tejido alimentario orgánico entre agricultores, agrónomos, antropólogos, hacedoras de viandas típicas, chefs y cocineros (as).

El nuevo gobierno nacional del Pacto Histórico debe diseñar, frente a la actual estructura económica vertical de preferencias y privilegios, un programa territorial de dignidad nutricional, con participación horizontal y beneficio circular, que ampare el derecho a la vida y a la alimentación, en el cual todo gobierno esté obligado a responder afirmativamente, con indicadores probados, tanto el artículo 25 de la Declaración Universal de Derechos Humanos como los artículos 64 y 65 de la Constitución Política de Colombia, así como la Reforma Rural Integral del Acuerdo Final de Paz, en favor de la producción de alimentos para todos.

De este modo, desde el relato del hambre flechador, podemos trascender el vacío de la subalimentación crónica y detener el destino del subdesarrollo de condenar a la hambruna a niños y niñas, que imaginan que Dios tiene forma de pan.