Por Nelson R. Amaya

Desde los tiempos en que la gente se dedicaba a pensar en serio en la antigua Grecia, y las ideas pululaban en cada esquina de la ciudad, la verdad ha sido uno de los temas favoritos sobre los cuales apuntalar los pensamientos.

En efecto, cuando Platón buscaba el conocimiento se refería a que éste fuera el que nos revelara la verdad, por fuera de las opiniones. Pretendido iluso, con todo respeto por su mundo de las ideas. Otra cosa era la verdad para Kant, quien destaca su vinculación con la naturaleza humana, al reconocer la mentira como parte de la  conveniencia personal que busca cada ser humano. Si no, que lo diga Galileo, quien contradijo su pensamiento, muy verdadero, por conservar su cabeza, muy pragmático.

Estas reflexiones me llevan al mundo de la Verdad en Colombia, con su comisión y su dirección. Imposible no referirse al trámite confesional, en el cual ha sido formado su director, el Padre De Roux. Donde se encuentra el hombre con su capacidad de reconocer sus faltas, teniendo testigo terrenal y celestial, surge la controversia de si lo que dice haber hecho es falso o cierto.

Ese  ritual del catolicismo, el acto de la confesión, supone el encuentro entre un pecador, desde su nacimiento hasta su muerte, con un emisario de Dios, un sacerdote, quien, investido de una facultad otorgada por el clero, fruto de su formación y su ordenación, se unen en la intimidad de un diálogo  para proceder a reconocer por un lado que como fruto del examen de la conciencia del confesado, se manifiestan unas verdades ofensivas al Señor, el dolor de haberlas cometido, la voluntad de cambiar, la declaración de contarlas todas y por último la aceptación de la penitencia que se imponga y la expresión de su cumplimiento.

Del lado del confesor, me cuesta más entenderlo: Los conflictos que se pueden formar en su mente como consecuencia de adquirir semejante poder son de una magnitud enorme. Escuchar los pecados de una persona igual a él, con las mismas debilidades, de pronto menos, con las mismas faltas, en ocasiones similares, en otras menores y en las demás mayores, debe ser algo del demonio. ¿Qué puede pensar alguien con semejante investidura? ¿Qué, Sentir? ¿Se atreve a juzgar? ¡Dios mío, cuánta responsabilidad!

El alma del confesor debe encontrarse siempre sobrecargada. No sólo por sus propios pecados, sino por la acumulación de información de una naturaleza no propiamente bondadosa, atormentadora, desestabilizante. Llevar sobre sus hombros las verdades-¿supuestas? ¿reales?- de sus feligreses, compartir con ellos otros momentos de la vida cristiana y de la sociedad, sin afectarse ni afectarlos con lo que sabe. Darle la absolución, con la convicción de que volverá a pecar-¿somos humanos no?-, sentir piedad de sí mismo, al darse cuenta de que a veces las faltas confesadas pueden ser más leves que aquellas que acusa el confesor. Ver a los confesos a la salida de la iglesia terminada la misa, y no dejar que se note su visión del pecador, su inevitable juzgamiento, es inhumano. De los siquiatras se podría decir algo semejante. Terminan locos, o al menos al borde de la insanidad. Por las mismas razones.

Como era de esperarse, los resultados obtenidos son bastante pobres,  por cuanto existe una resistencia natural a cantar a voz en cuello los pecados que cometemos. El principio fundamental de la confesión es la secrecía, la realización del reconocimiento de culpas en el ámbito de la privacidad.

Estamos en el punto en que quienes mayores delitos cometieron no han reconocido nada específico, sino que han acudido al expediente de pedir perdón general, como si fueran  al confesionario a decirle al sacerdote: “Padre, perdóneme por todo lo que he hecho…y lo que voy a hacer”.

Abundan argumentos para reconfirmar la comedia en la que se ha convertido ese foro. De expresidentes para abajo, todos se han dedicado a confesar los pecados ajenos, no los propios, a señalar las faltas basadas en disputas políticas eternas, y, sobretodo, a condenar la verdad a un oscuro foso de leones.

Se escribirán las memorias de estos encuentros. Y no servirán sino para demostrar la naturaleza humana, de aversión al riesgo de ser tachado, de tan poca capacidad de mostrar en público, mucho menos forzado, sus verdaderos pecados.

Que se las vean con Dios en su momento. ÉL, con toda seguridad, no necesitará esas actas.