Por Nelson Rodolfo Amaya

Navegar en este mar de incógnitas es una de las tareas que hay que  acometer a diario para vacilarse este mundo. Cuando acudimos a la reflexión matutina que guía el actuar de las horas que se van a mover por delante, remamos al compás de las urgencias, desde cuando los trabajadores revisan el detalle de las cuentas por pagar, hasta cuando los rentistas se inquietan por ocuparse de manera que su día pueda ser igualmente improductivo al anterior, pero agitado. Al menos hay urgencias que atender. Estamos vivos, aun cuando nos ahogamos cada cual en su propio vaso con agua, cada mañana, sin descanso.

Las gotas que rebosan los vasos de la cotidianeidad pasan por diferentes grosores, nunca amarradas al fastidio, por el contrario, siempre a punto de halar el cable que colabora a  saltar las filas del aburrimiento. Y esas gotas se crecen cada día a punta de sumarlas, de saber que en algún momento van a inundar los sentimientos y las vicisitudes con una oleada de alegrías y placeres.

Es el Caribe. Nos embriaga, nos fascina cuando pasamos a su lado, cuando oímos sus carcajadas de sones y ritmos. Su sabor inigualable, sus vaivenes de  ataques y retiradas a la playa nos cambian la vida. Somos otros, únicos, al contemplarlo y sacudirnos su arena de la cara, que brinca a punta de brisa y nordeste. Los ánimos suben de tonalidad, y los pesares se desvanecen, vencidos por un espíritu que los agota, aun cuando cobren fuerza más tarde, y dan paso a un reposo, a un contubernio virtuoso de brillo y ardor humano.

He olvidado más penas al lado del altar del Caribe que al borde del amor eterno de cada romance vivido. He pausado impulsos de rencor y de amarguras, cuando me aviento a su contemplación y me hundo en sus aguas acogedoras. He retomado hilos de vida y alejado la muerte desde sus entrañas, cargadas de apoyo. Cómplice de pasos riesgosos, partícipe de la realidad de un día, de la descarga compartida de piel y deseo.

Ahora, al punto del pensar con emociones, hago de su sueño un verso, de su despertar un grito, de su dulce sabor salado un motivo de arrancar de nuevo en libertad y armonía con mi mente.

Para quienes tenemos en ese aliado algo fundamental en la existencia, su goce significa exquisitez y amor. Había podido vivir sin tener claridad sobre mi dependencia del Caribe, pero cuando me di cuenta de ello, supe que era el verdadero y único sometimiento que padezco con fruición.

Pero si su cercanía invita a naufragar en sus orillas, sin respirar por la emoción, su lejanía puede sacudir aún más los instintos y motivar las palabras, algunas desesperadas y otras plácidas, al final del momento, luego del día sin ÉL.

Mi patrimonio más preciado es el de haber nacido y haber sido criado en su encantador regazo. Las veces que pude ser enseñado a olfatear la entrada del nordeste, a decantar los encantos de sus contactos con el viento, siguen en pie como el tesoro más grande que hubiera podido poseer. Pero, a diferencia del pirata, no lo ocultaré: al contrario, sin codicia ni melindres, lo legaré con el orgullo de que nadie, nadie logrará morder un pedazo de esta herencia generosa que pongo al mundo, con pretenciosa ironía y con instinto paternal por aquellos que no saben aún lo que es el mar. Es un mundo.