Por José Soto Berardinelly

Más de doscientos cincuenta mil seres humanos habitan actualmente en la ciudad de Maicao. Allí está ubicada la puerta de entrada a Colombia, la frontera viva más septentrional de la patria. Su historia es reciente si la comparamos con la de otras ciudades del país.

Surgió hace poco menos de 95 años como enclave de intercambio comercial. Su fundación y posterior crecimiento fue originado por migrantes que buscaban riqueza o estabilidad económica. Paulatinamente fueron llegando personas emprendedoras provenientes de diferentes latitudes. Arribaron dispuestas a desarrollar actividades comerciales alentadas por su ubicación estratégica.

Junto a esa migración desordenada se camuflaron rebuscadores, avivatos y delincuentes de variada pelambre, quienes lograron con sus mañas convertir a Maicao en una frontera caliente. Tenía todas las condiciones para calentarse. El acceso a la ciudad y a toda la región era extremadamente fácil. Estaba poco controlada por la escasa autoridad existente. Su cercanía con las Antillas holandesas, con Venezuela e incluso con Panamá, por vía marítima, impulsaron el comercio clandestino que fue legalizado por la costumbre.

Los gobiernos de turno tuvieron que flexibilizar la aplicación de controles porque entendieron que el comercio ilegal era la única fuente de trabajo y supervivencia para aquellos habitantes. Ese comercio clandestino, de alguna manera permitido y legalizado por la aceptación pública, fue creando una cultura de lo fácil, una distorsión de la legalidad. Varias generaciones crecieron, estudiaron y derivaron su sustento con los gananciales de esas actividades. Para esas generaciones era difícil escoger entre acatar incipientes leyes creadas para defender intereses económicos sin sustratos éticos o morales, o transgredirlas para ganar el derecho a la vida y al trabajo.

Era humanamente imposible rechazar o descalificar las fuentes de trabajo que prometían supervivencia. Y más difícil decidir qué hacer entre la obligación de obedecer leyes elaboradas para defender intereses de poderosos monopolios, o no obedecerlas para poder subsistir con la única posibilidad de trabajo que lejana y apartada geografía les permitía. La escogencia era obvia.

El Estado nunca fue creativo en la interpretación de la realidad de Maicao. Siempre actuó a espaldas de la conveniencia ciudadana. Nos tocó enfrentar un Estado reaccionario. En vez de buscar fórmulas audaces e innovadoras que trajeran soluciones a largo plazo, prefirieron usar una estrategia de reacción equivocada. Enviaron a las instituciones represivas del gobierno: Guardas nacionales, Aduana, Dian, Policía, con la misión de reprimir a los guajiros; pero ellas, en vez de controlar, fomentaron la corrupción en el marco de un escenario cada vez más perverso en el que amedrentaban a la gente para aumentar las tarifas del soborno. De esa manera se institucionalizó la cultura del contrabando, del más audaz, del dinero fácil. Fue un proceso creciente que convirtió a Maicao en Meca de lo ilegal.

Fuimos protagonistas de un proceso complejo que nos condujo a escribir una historia inédita de esplendor y ruina, de vida y de muerte, de esperanza y desolación.

En estas pocas líneas he plasmado mi visión de lo que ciertamente ha pasado en Maicao. Visión que podemos extrapolar a gran parte de La Guajira. De nosotros depende que logremos superar viejos errores para que en nuestra tierra no se repitan los cien años de soledad que embrujaron a Macondo. No podemos rendirnos. De nuestro pasado de dolor debemos sacar fortaleza, ideas, resolución y voluntad para ayudar a Maicao a salir de la grave postración en la que se encuentra. No es fácil, pero será más grave y doloroso si no intentamos hacer lo que corresponde.