Por Jose Soto Berardinelli

Es humanamente imposible plasmar en solo dos cuartillas mediáticas la historia de amor y de dolor, la tragedia que subyace al drama del martirio de un hijo de cualquier hogar. Es un dolor inenarrable. Los recuerdos duelen.

Aquella mañana pensé que Miller, en plena adolescencia, frisaba quince años, no asistiría a su clase del colegio Cristo Rey ubicado en la vecina población de Fonseca, donde cursaba décimo año. Deduje que faltaría porque no viajó, como de costumbre, en el transporte escolar que lo conducía al colegio junto a sus hermanos. Al percatarme de que podía estar capando clase lo increpé desde mi alcoba. Utilicé el severo tono que usamos los padres para reprochar a los hijos cuando fallan al colegio. Me contestó cariñosamente: —Ya me voy papá, no seas intenso—. Entonces lo vi salir caminando de su alcoba a buscar el vehículo que lo llevaría al colegio. Fue la última vez que lo vi caminar.

Tres horas después, mientras atendía en el despacho mis deberes de Alcalde de Barrancas, recibí la infausta noticia que habían secuestrado a mi hijo. Una nube negra atravesó mis pensamientos. Sin perder la calma salí hacia el colegio para indagar lo ocurrido. La noticia se esparció como pólvora; mis coterráneos, en una solidaridad sin precedentes que agradeceré eternamente, se movilizaron masivamente para ayudar a buscarlo. Mientras viajaba los pocos kilómetros que separan a Barrancas de Fonseca, cruzaron por mi mente inverosímiles conjeturas. Habíamos llegado dos años atrás desde España donde residíamos y de donde mis hijos no querían venir, pero impuse mi criterio de regresar para involucrarnos en el desarrollo de mi natal Barrancas, con una visión que trascendiera la mentalidad parroquial que en nada ayudaría al momento histórico de la explotación de sus minas de carbón. En ese instante, cuestioné la decisión de venirnos: —¿valió la pena? —Me preguntaba incesantemente.

Al llegar a Fonseca, la primera noticia fue terrible: —Encontraron a Miller, —me dijo alguien, —al parecer esta muerto—. ¡Dios mío!, me dije, y tomé la decisión de no alterarme para pensar mejor. Minutos después la información fue más completa. Me informaron que seguía con vida, que estaba malherido y que lo traían camino al hospital. Decidí enseguida que debía buscar ayuda médica especializada en otra ciudad. Antes de llegar al hospital a verlo, pedí un avión ambulancia. Enviaron un bimotor al aeropuerto del ‘Grupo Rondón’ de Buenavista. Desde el aeródromo militar salimos a las dos de la tarde con destino a la clínica Bautista de Barranquilla. Allí nos esperaba el Dr. Edwards, excelente cirujano norteamericano y gran amigo. El viaje parecía interminable. Sobre dos sillas adaptadas como camilla yacía Miller, inconsciente, traspasado por balas que lo tenían a punto de morir. A su lado, dos médicos, su mamá y su papá. Me negaba a imaginarme un desenlace fatal. Rogué a Dios fervientemente que le diera vida y solo vida.

Después de una larga cirugía de cinco horas, el Dr Edwards, junto a un equipo de especialistas, salvaron su vida, pero al salir fue enfático: —Tiene una lesión medular y no volverá a caminar—. Recibir semejante noticia, inesperada y dura, fue terrible; más aún, cuando jamás había analizado el drama de la discapacidad y nunca había pensado que una tragedia similar pudiera tocarme tan de cerca. No logran imaginar el tamaño y la intensidad de ese dolor. Pero había que sobreponerse porque la tragedia apenas comenzaba. Se necesitaba fortaleza, entereza y decisión para enfrentarla. Me encerré a llorar largas horas para limpiar mi corazón de odios, para pedirle a Dios fuerzas para continuar el propósito de vida que me había marcado.

Esperé que Miller reaccionara de la anestesia; cuando despertó, estaba a su lado en la UCI y al reconocerme me pregunto: —¿Qué pasó?— Le contesté sin dudarlo: —Hijo, Dios te regaló la vida. Estuviste muy grave. Afortunadamente te salvaste. No volverás a caminar, pero eso que importa si hay vida.— Me apretó la mano y me miró con una mirada que jamás he podido olvidar. No dudé en decir la verdad para que se aferrara a ella. Con el transcurrir de los años he creído que aunque fue duro decirlo, aquella fue una decisión acertada, pues Miller hizo exactamente eso: aferrarse a la vida.

Ese mismo día tuve que viajar a Barrancas, donde tenía varios alcaldes invitados con motivo del festival del carbón. Me tocó decir un discurso en el acto solemne de la Orden del Carbón y cargar en hombros durante la procesión a la virgen del Pilar, aunque realmente cargaba en el alma el dolor más grande jamás sentido. Cumplido el deber de alcalde, regrese a cumplir el deber de padre poniéndome al lado de mi hijo que empezaba así una vida de limitación y tragedia que no merecía y no le habría correspondido sino hubiéramos nacido en esta patria de injusticia y de dolor salvaje.

No hay palabras para narrar lo que ha padecido Miller y junto a él todos nosotros; sin embargo, debo confesar que no hay mal que su bien no traiga, porque Dios nos premió con hacer su obra en medio de la tragedia, nos regaló a un ser humano extraordinario. Miller está hecho de una materia prima inigualable. Su nobleza es proverbial, su brillantez, su inteligencia, su sentido del compromiso, su responsabilidad, su apego a la justicia social, su criterio independiente, son algunas de las virtudes que quiero reconocerle hoy y que me atrevo a decirlas, no por ser su padre, sino porque la vida le debe ese reconocimiento por el sacrificio que mentes y acciones perversas le causaron. No obstante ello, ahí está él, firme, con ese desarrollado sentido del humor que le permite reírse de si mismo o de quienes creen ofenderlo maltratándole con palabras como ‘tullido’ o ‘lisiado’, ofensas a las que resta importancia porque prefiere recrear su espíritu en la generosidad de mucha gente buena que lo estimula y motiva, entre quienes destaco la sincera y generosa amistad de Álvaro Uribe Vélez, un tesoro que lo enaltece y privilegia.

La historia de Miller es un libro abierto. Hay mucho que aprender de su ejemplo y de sus enseñanzas. Ahora que tomó la decisión de aspirar al Senado de la República, solo puedo desearle una cosa: ¡Éxitos hijo! Si Dios te tiene destinado a esa tarea la harás excelentemente bien en beneficio de esta patria que tanto amor y tanto dolor nos ha ocasionado.