“Esta juventud está malograda hasta el fondo de su corazón. Muchos jóvenes son malhechores y ociosos. Jamás serán como la juventud de antes. La juventud de hoy no será capaz de mantener nuestra cultura”. Es una frase apocalíptica en caldeo hace cuatro mil años, descubierta escrita en un vaso de arcilla.

Seguimos viviendo a cada momento ese fin mundial, con la soberbia de algunos que lo catalogan como universal, y cada paso que damos parece llevarnos a él. Que del 22 no pasamos, que la crisis pandémica llegó para acabarnos antes de tiempo, que el calentamiento debe urgirnos a reaccionar de inmediato, en fin.

Todos tienen la razón: el mundo termina cada día, cada vez con más drama, y  en un velorio por la  noche se pueden acabar varias formas de hacer las cosas, la manera de expresarse, la tendencia en las redes sobre los hechos que aparecen a montón en cualquier lugar del mundo, o mejor, en cada lugar de nuestro submundo, Colombia.

Como si nos quisieran sacar del foco en lo fundamental, surgen maletines sospechosos,  anticipos llenos de corrupción, paros ya exánimes, investigaciones eternas a los mismos sobre lo mismo, bolsas repletas de compromisos, apoyos presidenciales cargados de infantilismos tercos y absurdos, todos ellos registrados en mayúsculas por algunos medios que reflejan su nombre: medios, de mediocres, de impulsadores del sinsentido, de propulsores del amarillismo. Sopesar el impacto de las noticias y su trascendencia en la vida del país ha dejado de ser el enfoque de los editores en salvaje competencia con las redes sociales. La audiencia brama por sangre, odio, resentimiento, angustia, desazón; y ellos se los dan. En cucharadas soperas, como los antiácidos. Sólo que en vez de quitar la gastritis la exacerban. Es que las dosis de espantos colombianos del bienestar y la concordia, ya del lado del gobierno, ya del lado de la oposición, por cuenta de las farc,  a costa de pillos, de cargo de las terquedades con frenar procesos consolidados, demandan cuidados intensivos de la salud física y mental de todos nosotros.

No se reclama el ocultamiento de los eventos que aparecen en la vida diaria: por el contrario, se pretende que ocupen su lugar para que los análisis estructurados sobre cada situación particular puedan conducir a formar criterios sensatos en la gente que urge información imparcial. Pero sí quisiéramos ver de titulares la pobreza, la necesidad de justicia social, los desequilibrios en la balanza de la justicia, aquella que por excelencia debe brillar en cualquier sociedad, el compromiso con educar mejor nuestra juventud.

Al morir cada día la nación de manera apocalíptica, su amanecer siguiente se da sin saber cual ha de ser su derrotero. Sólo sabe que morirá nuevamente al finalizar el día posterior, de la misma manera drástica y  espantosa con la que lo hizo el anterior, para complacer el deseo de agitar las ambiciones por sintonía a toda costa.

Respeto algunos medios que buscan acudir a la verdad en una dirección ponderada, sin escándalos ni ampulosidades. Desafortunadamente, cada vez más escasos, menos argumentativos y ponderados, pero aún así merecen nuestro aplauso y estímulo, al que convido a nuestros lectores.

Con frecuencia me pregunto si ese desastre diario que destacan los titulares de medios es la verdadera Colombia en la que vivo; y añado al cuestionario si habría lugar a destacar por sobre esos detalles violentos, corruptos, soberbios, algunos eventos que rescaten del pesimismo nuestro afligido corazón patriota. Brillan de manera fugaz en el panorama algunos esfuerzos deportivos individuales, que nos recuerdan que para sobresalir hay que luchar. Pero terminadas las justas, volvemos a la suma inacabada y acumulativa de pillajes, arbitrariedades, desequilibrios del poder y cúmulo de injusticias sociales.

Como en la Babilonia del ayer, las escrituras sobre la situación de hoy no podrían dejar de describir el desastre. Y en los siglos por transcurrir hasta llegar a comparar las historias, se habrán de topar con la visión del apocalipsis actual. Sólo que en esta oportunidad, no culparemos a los jóvenes: somos los mayores quienes tenemos la mayor cuota de responsabilidad por dejar de brindar un mejor momento a quienes nos sucederán. Mea culpa.