Por Abel Medina Sierra

Vivimos una actualidad en la que la emergencia de ciertos movimientos y atrincheramientos sociales, cada día pone mayor reto a quienes, de alguna manera, hacemos una escritura pública y generamos contenidos que llegan a muchas personas. Cada vez tenemos que esmerarnos más al momento de seleccionar las palabras y, prácticamente, usar pinzas de precisión para que algunas no generen incomodidad y terminen hiriendo dignidades y susceptibilidades. Me ha ocurrido en dos ocasiones recientes, en los que, como reacción a sendas columnas mías, algunos lectores amigos me reclaman sobre el uso de dos palabras: “indio” y “negroide”.

Voy por partes. Titulé una de mis columnas “Cuando nos hacemos los indios”, lo hice intencionalmente pues partía de un antecedente que es una investigación en Argentina cuyo producto se llama “Hacerse el indio”, es decir, estaba parafraseando el referente. A algunas personas, la palabra “indio” les suena a despectivo, lo cual no quiere decir que para todos lo sea- al menos, para mí no lo es-. Un repaso a la historia nos dice que ese fue el primer nombre que los españoles le dieron a los habitantes de lo que también llamaron Nuevo mundo. Todo parte de la desubicación de Colón, quien pensó haber llegado a las Indias Orientales, pero, error o no, el primer gentilicio que se le dio al conjunto de etnias americanas fue el de “indios”. Originalmente, “indio” deviene de Indo, río que baña parte de la India.

Reinos castellanos de Indias era el nombre oficial del continente en España, es poco probable que los nativos le tuvieran denominación. El reservorio de documentos del periodo colonial más grande y que está en Sevilla, España, aún se llama Archivo General de Indias y hasta tenemos una Cartagena de Indias. Si era una palabra precisa o no, es otra cosa, las palabras pueden experimentar procesos semánticos de envilecimiento o de ennoblecimiento, por ejemplo, “pedagogo” antes era el criado que cuidaba los niños y hoy es un formador o experto en pedagogía; “pontífice” en Roma era el que monitoreaba los puentes y hoy se le llama así al Papa. Así que, si bien podría ser una palabra con origen impreciso, el tiempo la fue ennobleciendo, mal hacemos en querer envilecerla. No fue sino hasta que al cartógrafo alemán Waldseemuller en 1507, se le antojó ponerle al continente el nombre de América en honor al genovés veedor de la expedición colombina, cuando comenzó a dejar de usarse el de Indias.
Ahora bien, lo justo y preciso es que a cada etnia se le llame como ellos mismos se autodenominen. “wayuu”, “ikkas”, “wiwas”. Pero, cuando nos vamos a referir a las etnias americanas en general, quedan solo algunas opciones. La primera y más usada a lo largo de la historia, ha sido “indios”.

Los enemigos de esa palabra alegan que es imprecisa, viene de la extraña colonización europea y es impuesta. Pero, paradójicamente, la remplazan por otras que tienen los mismos pecados de origen. Una de estas es indígena, también es imprecisa, impuesta y exógena. Indígena viene de “inde” (de allí) y “gena” (nativo u originario). Apareció en un diccionario español por primera vez en 1803 y etimológicamente significa “que nació en ese lugar”. Según esto, y para dar un ejemplo, todo riohachero raizal es también indígena en esa capital, todo palenquero es indígena en ese corregimiento. Así que si de precisión y apego al sentido original de la palabra, no es que indígena sea más apropiada y no solo se aplicaría a las etnias precolombinas.

La otra palabra que han buscado como eufemismo de “indio” es “aborigen”. Proviene del latín ab origene que traduce “Desde el comienzo”, es decir, se refiere a quienes fueron los primeros habitantes de un lugar, sus pobladores originarios. Para el caso de los wayuu, los arqueólogos coinciden que llegaron a la actual Guajira hacia el siglo XIII, provienen del Caribe y vivieron por largo tiempo en el Amazonas. Cuando llegaron, desplazaron o asimilaron a las etnias que estaban asentadas en la zona. Es decir, los wayuu no son originarios de La Guajira, por lo tanto, no sería tan exactamente pertinente usar la palabra aborigen. Resulta paradójico que, algunos que rechazan la palabra “indio”, sí acepten la de “amerindio” que también ha circulado, en especial en el discurso desde el locus de la identidad americana: tanto América como indio, son invenciones creadas desde el blanco europeo.

Todo esto para dar a entender que, si rechazamos “indio”, no estamos aclarando nada cambiándola por “indígena”, “aborigen”, “amerindio” o sea, “da lo mismo Chana que Sebastiana”. También conviene aclarar que, la mayoría de personas wayuu, no le asignan connotaciones negativas a la palabra “indio”. Trabajo y convivo parcialmente entre wayuus, y es común escuchar frases de reafirmación de la indianidad como “Yo soy muy india”, “recuerda que soy indio”, “yo soy muy orgullosa de ser indio”. Aquí conviene ser prácticos y aplicar lo que recomienda el investigador social e indigenista boliviano Carlos Torrico: “Prohibir el uso de indio, borrarlo de nuestra lengua, no podremos. Un tal intento reforzará sus connotaciones negativas heredadas de la historia colonial”. Torrico propone, más bien desarmar la palabra, banalizar su carga peyorativa y potenciar su carga positiva, eso es decir con orgullo “soy indio y qué” como lo hace no solo la mayoría de wayuus, sino que en las declaraciones de los zapatistas, el Parlamento Indio Americano y la Agencia Internacional de prensa india se reconocen así. También lo hace Romualdo Brito quien no duda el expresar “yo soy el indio guajiro…” o cuando Nando Marín personifica en “La dama guajira” al departamento como una “india”.

En estos días, le pregunté a varios wayuu conocidos, si les disgusta que le llamen “indio”, las respuestas fueron unánimes: depende cómo lo digan. Es decir, estas denominaciones no son negativas ni positivas per se, son las intencionalidades las que le agregan un contexto peyorativo o positivo. Cualquier palabra similar: “gringo”, “mono”, “negro”, “gordo”, “bebé”, “patrón”, puede usarse de manera peyorativa o no, y lo que lo determina son esas intenciones con su ropaje de expresividad (tono y gestos) y su marco de contexto verbal y situacional.

Por el otro lado, se trata de la palabra “negroide”, un adjetivo que es muy común encontrarlo en los estudios sobre manifestaciones culturales de sustrato afro o producto de la afrodiasporización en América o el Caribe. La literatura en el Caribe colombiano, la ha multiplicado hasta acuñarla como un lugar común. El reclamo que recibí, manifiesta la misma queja: es una palabra creada desde la mirada del blanco conquistador (como casi todas las palabras que usamos). Pero, desglosemos la palabra que causa rasquiña: “negroide” se deriva de “negro” y el sufijo “oide” cuyo significado es semejante, parecido, que tiene la forma o apariencia. Es decir que, “negroide” significa lo que tiene las características negras; es decir, de lo afro, entendiendo que se tienen como palabras equivalentes. De allí que, no tiene ningún sentido peyorativo la palabra, como tampoco la tiene tiroides, androide, humanoide, ovoide o trapezoide. Puede tener algo de restrictivo, cuando se usa el sufijo en palabras como “comunistoide” para dar a entender que alguien tiene algo o se las tira de comunista. Como gentilicio, la categoría de “negroide” viene de la antropología, que por largo tiempo usó el sufijo para clasificar las razas: negroide, australoide, mongoloide, causasoide entre otras.

Alguno dirá que la palabra “negro” es despectiva, quienes así piensan, más vale que se apropien de la carga positiva y de reivindicación de la misma, así como lo hizo el movimiento “Black Lives Matter” (las vidas negras importan) en Estados Unidos. Con-viene echar una mirada etimológica al origen de las palabras para no estigmatizarlas con una carga negativa que nunca tuvieron; si vamos a comenzar a rechazar todo lo que venga del “blanco conquistador”, deberíamos comenzar con abandonar el castellano entonces. No es ganancia cambiar una palabra de origen externo por otra (afrodescendiente u afrodiaspórico por negroide). En conclusión, la fiebre, cada vez más alta de corrección política, se ha convertido en un corset que nos comienza a asfixiar a los que escribimos y publicamos.