Por José Soto Berardinelli

Tuve la grata oportunidad de coincidir en la fiesta de cumpleaños del curador Jorge Tamayo, con Rafael Manjarrez, mi paisano y entrañable amigo, a quien no veía desde hacía más de quince años. Nuestro reencuentro trajo a la memoria parrandas inolvidables que llenaron de alegría los tiempos mozos. Fueron años de anhelados sueños para el terruño, también para nosotros mismos.

Tuvimos la oportunidad de vivir una época distinta. La gente era auténtica, no se posaba la sencillez, la competencia entre pares era trasparente y noble, la amistades sinceras, la solidaridad esencial. Fueron años en que nuestros compositores y juglares componían y cantaban canciones con el alma. El vallenato aún no había sucumbido a la comercialización impulsada por las disqueras que desdibujaron nuestros cantos hasta el punto de imponer cambios perturbadores a las hermosas melodías que nos legaron los grandes maestros de nuestro ancestro musical. Las composiciones de antaño tenían sentido, vida propia, cantaban a sucesos cotidianos, a los sentimientos, a las nostalgias del amor, al apego a la tierra, el guayabo que dejaba la “ausencia sentimental”. Se cantaba con el alma, con naturalidad extraordinaria. Los versos fluían como armoniosas cascadas de notas impregnadas con la magia de la poesía. Teníamos grandes maestros en el Cesar y en el sur de La Guajira, la bella región conocida como el Magdalena grande. ¡Y qué maestros! Eran maestros a pesar de la juventud. La genialidad no tiene edad. Ellos, con guitarra en mano, o tarareando melodías, hacían nacer cantos y arpegio para dar ritmo a canciones escritas con el alma. Hacían brotar versos con los que se cantaban los propios sentimientos; o incluso, versos por encargo para cantar sentimientos ajenos, intimidades de amigos que no tenían el don de construir frases en verso.

De esa manera, alguna vez, un amigo de Rafa Manjarrez, le pidió el favor que compusiera una canción para dedicarla a una dama de Barrancas de la que estaba perdidamente enamorado. Una tarde cualquiera mientras se inspiraba recostado en un chinchorro colgado en la terraza de su casa, llamó al amigo para preguntarle el color de los ojos de su amada. Le contó que eran como café, entonces Rafael compuso: “….un día que de verte tanto no supe entonces si eras mi amiga o si era una virgen, y vi el café de tus ojos un momentico….”. A la semana siguiente, buscó al amigo para cantarle la primera estrofa; al escucharla, contestó emocionado: —Maravillosa, son versos benditos.—

Hasta ese momento la canción solo tenía una estrofa. Dos sucesos inesperados frenaron la creación: un hermano de la dama barranquera profirió amenazante reclamo por aquella composición; y, meses después, el amigo que la encargó murió en un trágico accidente.

La canción quedó inconclusa hasta cuando una nueva musa apareció en la vida del compositor que como dueño de sus versos decidió dedicarlos a ella. Se inspiró en tan bella mujer para componer las estrofas siguientes; entre ellas, el coro magistral en el que visiona la imagen del mapa que se grabó de niño cuando sobrevolaba la alta Guajira en una avioneta de fumigación desde donde parecía no entender “…por qué La Guajira se mete en el mar así, como si pelear quisiera, como engreída, como altanera, como para que el mundo supiera que hay una princesa aquí…”.

Esa es la historia de cómo nació la letra y la melodía bautizada por su amigo como “Benditos Versos”, canción cuyo coro tantas veces cantado, es el verdadero Himno de La Guajira. ‘Benditos versos’ es una genial metáfora musical con la que el maestro Rafael Manjarrez escribió para siempre su nombre en la historia de los cantos que, por ser inolvidables, se vuelven inmortales.