Por Abel Medina Sierra

Quienes habitamos en el con-texto fronterizo colombo- venezolano, hemos construido por años una cultura variopinta y que se adecúa con facilidad a las coyunturas. Las fronteras no solo son espacios divisorios, son también de articulación y, en esas costuras se tejen multiculturalidades.

Los maicaeros, por ejemplo, desde los años 70, medio siglo antes de la diáspora migrante, no solo se acostumbraron a manejar la moneda venezolana y escuchar sus emisoras, han incorporado a su habla giros idiomáticos y regionalismos de los zulianos, sus más cercanos vecinos.

Hoy cuando el régimen y el bloqueo destruyeron el aparato productivo del vecino país, nos visita la nostalgia por algunos sabores y marcas que se fueron anidando a nuestra sensibilidad desde la lejana infancia. Las conversaciones de maicaeros, en su zona urbana y rural, hace recurrente el recuerdo de marcas que se integraron a la cotidianidad de este lado de la frontera y que se esfumaron con la crisis venezolana.

Quién no recuerda en la frontera las sardinas Gaviota, para los maicaeros no ha llegado a sus provisiones una marca que la supere. Era invitada frecuente al desayuno y cena de los hogares fronterizos. Se acompañaba de harina Pan, marca venezolana que aún subsiste porque se colombianizó.

Esta marca ha sido tan emblemática que, aunque lleguen otras, al hablar de harina en esta región, se habla de Pan.

Algo similar sucede con el Maltín Polar. Un sabor que, por mucho que las ofertas nacionales traten de superar, cada vez que llevamos una bebida de malta al paladar, nuestro sentido del gusto se lamenta por un llamado de la nostalgia. Hermana de esta, la cerveza Polar, afectivamente llamada “polarcita” en la región, tuvo tanto arraigo en los wayuú que muchos llegaron a llamarla “cerveza de indio”. Solo en años recientes, en municipios como Uribia, fue que la monopólica Águila pudo remplazar-la por ausencia de importaciones de esta marca.

Este inventario de ausencias continúa con el Cerelac, la crema arroz Polly y la Nenerina, nutritivos alimentos que ayudaron a crecer a miles de niños en los municipios fronterizos y en casi toda La Guajira. No menos memorable, el Toddy, la versión venezolana anterior y superior a nuestro Cho-co listo. Otra de las delicias que nos sacaba de apuros en cualquier momento eran los muy añorados Diablitos Underwood, una pasta de carne aceitosa para untar que servía de merienda o provisión de viaje. Un producto que se solía vender en los terminales, como regalo que los viajeros llevaban a quienes los esperaban, eran las galletas María, crocantes y con un ahumado sabor casero. La leche La Campiña, la margarina Mavesa, hoy también producida en Colombia, la cual se volvió la preferida de las amas de casa, al igual que la manteca Los tres cochinos y el aceite Diana. También hoy recuerdan marcas internacionales, pero producidas en Venezuela como la salsa de tomate Heinz, la mayonesa Kra-ft y el queso fundido CheezWhiz.

Antes del imperio del Frutiño, los maicaeros escogíamos entre el colombiano Fresco Royal y el venezolano Kool Aid; refrescos como las bebidas gaseosas Chinotto y Frescolita, así como los jugos Yukery, se paseaban de mano en mano y de boca en boca como si fueran locales. Hasta hace unos tres años, los viajeros so-lían comprar en Cuatro Vías, las famosas chichas en caja, en marcas como El chi-chero, un producto que no se conoce en Colombia y de grata recordación para los habitantes de la frontera. Más reciente, la Fresca chicha se convirtió en una marca reconocida en esta parte del país.

Para el aseo doméstico, las amas de casa solían usar el limpia pocetas Pinolín; preferían el jabón Las Llaves y, cuando las marcas de detergente Ariel y Fab se comenzaron a producir en Colombia, ya en la frontera colombiana con Venezuela, eran viejas conocidas en las labores de lavado donde competían con los también venezolanos Manzana verde y Ace. Un ejercicio de memoria y nostalgia, en el que intervino mi parentela, la mitad de ellos radicados o nacidos en Venezuela, país con el que nos une, no solo un territorio y una etnia –los wayuú– sino una identidad desde esa otra forma de identidad que es el consumo.