A finales de los sesenta, cuando por vez primera llegó Alejandro Durán a Patillal, Joselina era una mozuela de espíritu libre, con su estampa de emperatriz criolla y sus irresistibles ojos de esmeralda.
Por Fernando Daza
Amanece y está triste el alma en este mítico paraje, bañado por riachuelos, romanzas y luceros. Ha muerto una musa, y en los lánguidos trigales hasta un eco florece. Mientras duermen desnudos los montes y en éxtasis salvaje socava la oruga la espiga, un revoloteo de soledades y alas rotas promueve la rara metamorfosis en fuga. Entonces, se visten los cielos con sus tintes macondianos y llora Patillal, bajo la melodía de unos cuantos versos que andan por ahí, buscando consuelo quizás ente los arboles lluvia de oro, entre los centenarios caracolíes de la Malena y bajo la acendrada ironía de los almendros cuyas frondas enredan los suspiros de un quijotesco idilio:
“Pobre Alejandro Durán
Dejó su tierra querida
Y se va pa Patillal
En busca de Joselina”
Alguna vez, la historia universal reconocerá el personaje de Joselina Daza, como una figura sin precedentes, de encantos pueriles y de sinfonías celestiales. Mientras tanto, su pueblo la recordará como fuera: sus desmerecidos atuendos de sarga, la roída peineta ceñida al mustio pelambre y el relámpago triste de su mirada, configurando la perfecta analogía de un clausurado imperio. Su nombre excede la gracia pastoril de una musa de pueblo, como la Euterpe americana que puso en averiada balanza el rastro innoble del tiempo discurrido, mientras el eco de su risa asmática cedía impasiblemente al lúgubre crujido de un molino en la troja. Por los caballetes, con una brizna de hierba en el pico, cantaba entonces una errante palguarata, y se oía a lo lejos el suave murmullo de los pichones abandonados en el nido. Luego, en las desguarnecidas alas de la nostalgia, fatigada de amores y de ecos, nos llegaba la esquiva metáfora: Joselina es revoloteo de ave herida, revelación de un triunfo consumado, redención fallida, nido deshecho.
Con quebrado acento, Hugo Rodolfo, su único hijo, recuerda ahora los tormentos padecidos por su madre a la sazón de un diagnóstico incurable, las crueldades de la gastrostomía y los efectos graduales de su demencia senil. “Mi mamá hoy está en el cielo—acota enternecido—a la diestra de Dios” Es el instante en que alguien, al otro lado del cercado, musita los versos de la canción que aunque no quisiéramos cantar ahora, deviene como una especie de lírica exhumación: “Oye Joselina Daza, lo que dice mi acordeón” Y entonces en la imaginación la vemos emerger de sus más recónditos pantanos, con un suspiro triunfal entre sus labios y el esmirriado aleteo de los brazos que luego yacen sobre el pecho, como un cristo ilusorio, compungido y mortal. Entre tanto, la habitación del fondo resiste el confuso inventario que siempre la acompañó: la rústica mesita de pino con sus cuatro vasijas de peltre, el velador anacrónico con su delirio de amores y de sombras, la radio elemental en su vaga frecuencia interrumpida y el agobiado caminador que aún en vano espera el impulso del paso siguiente. Pues, ya no queda ni el eco de sus palabras balbuceantes, flotando como el bramido triste de un navío, en la tibia densidad de los aposentos.
A finales de los sesenta, cuando por vez primera llegó Alejandro Durán a Patillal, Joselina era una mozuela de espíritu libre, con su estampa de emperatriz criolla y sus irresistibles ojos de esmeralda. Luego de cursar un difícil año, de esfuerzos y privaciones en el colegio de la Presentación de Santa Marta, se proponía disfrutar plenamente las vacaciones en su pueblo. El artista, convocado por el célebre folclorista Víctor Julio Hinojosa, no tenía entonces otra misión que seducir con la doméstica cadencia de sus bajos y su magnífica ‘nota pesarada’. Era el verdadero juglar del campo, el de la cachucha bacana y un pedazo de acordeón. Aunque no lo rodeaban las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia, su simple figura de idílico montaraz instaba a los romances y cantos de vaquería, a la bohemia y al verso. En aquella ocasión, al desplegar los delirantes fuelles y deslizar sus rudimentarias manos sobre el teclado, pareció enmudecer en los montes la trova de los grillos, despertaron los pájaros en sus frondosas guaridas y una romería extasiada arribó a la tradicional estancia de Icha Corzo, a regocijarse en los sones del virtuoso trovador de El Paso. Esa noche, acicalada en sus espléndidos vestidos con hilos de seda y gentiles bordados, asistió también la bella Joselina, a provocar sin quererlo una gran pena en el corazón de un bardo, pero también, como justa recompensa, a inspirar uno de los cantos más populares del género vallenato:
“En el pueblo e’ Patillal
Tengo el corazón sembrado
Y no lo he podido arrancar
¡Ay! tanto como he batallado”
Aunque sus aciertos semánticos y cordura métrica conmovieron la crítica vallenata, jamás pudieron doblegar los sentimientos de su musa. Por tanto, a la medida de su elaboración y al tiempo en que sus galantes intentos eran reprobados, los versos y el alma se iban embriagando con el vino amargo de la desilusión. Pese a la mediación de Víctor Julio, de los tantos recados y tantos consejos amorosos prodigados a Joselina, ella jamás pudo corresponder. De manera que quienes auguraron con sarcasmo que a la hija de Franca se la llevaría el Negro del 039, debieron padecer la furia de su austeridad fulminante, dado que no hubo poder sobre la tierra, ni ofrecimientos suntuosos ni fabulosas promesas de enamorado que ablandaran el corazón de aquella altiva soberana de pueblo. Más aún, una tarde de abril en que el acordeonero, sostenido en un último hilo de esperanza y con una ofrenda de amor en las manos, llegó suplicante a su morada, hubo de sucumbir al rigor de la sentencia: ¡No jodas más, que mi corazón ya tiene dueño”, refutó la patillalera! Y el legendario intérprete de Sielva María tuvo que irse con sus sones a otros lares, dilapidando sus clamores y ensueños por cada uno de los rincones y verbenas del viejo Magdalena Grande:
“Esto sí me ha dado duro
Yo tengo una honda herida
Y le diré a Víctor Julio
Que me cuide a Joselina”
Pero, aún con sus exiguas ilusiones, el monarca del acordeón siguió yendo a Patillal. De la flamante camioneta Ford de su compadre Víctor Julio, cada diciembre un pueblo amotinado lo veía descender con su instrumento al tercio, su almidonada camisa de lino crudo y su típico sombrero vueltiao. La solariega vivienda de Icha Corzo, con su surtido estanco y sus corredores de horcones y teja, fue la eterna posada del trovador cuyos sones de pastoril ingenio y picarescas celestiales, buscaban sin suerte cautivar la musa que ya había comprometido el corazón con algún amante de la realeza vallenata. Allí, meciéndose en el primitivo chinchorro de fique bajo la idílica luna que acariciaba los rosales nocturnos, un soñador rasgaba los pitos y bajos del instrumento, desgranando los últimos versos de su romántica elegía, mientras la doncella inspiradora, como una Diosa Coronada, rondaba impasiblemente los febriles jardines de su adolescencia. Desde entonces, revolviéndose en la huraña e inclemente realidad de los años y del amor contrariado, en sus ordinarios sobres de estraza las cartas de un juglar, mediante el entrañable Víctor Julio Hinojosa, llegaban sin suerte a las manos de Joselina Daza. En otras notas, además de concertar con el compadre una cita para el próximo encuentro musical, había siempre una feliz cortesía para su comadre Ana Luisa, o un encargo muy sensible, apremiante y confidencial: “Cuídeme a Joselina, compadre”
A pesar de que su generoso amigo de parrandas quiso ser consecuente con sus requerimientos, cualquier día tuvo que manifestarle que la pretendida ya no tendría lugar para él, que sus recados todos habían sido denegados y que, por lo mismo, le sugería declinar sus pretensiones. Pero, el juglar de El Paso, un labriego raso y aguerrido que guardaba en sus entrañas la fuerza del arado y la certidumbre de las buenas primaveras, jamás renunció a su apuesta hasta el infausto 15 de noviembre de 1989 en que su noble corazón se detuvo, dándole tránsito a una de las más auténticas leyendas del vallenato.
Sin embargo, aquí no termina aquella fantástica historia de amor. Es muy cierto que los sentimientos del alma trascienden las dimensiones de lo real y lo incorpóreo, de lo sublime y lo terrenal. Cuentan algunos que, en las oscuras noches de octubre, como un remoto alarido de ultratumba, se perciben los líricos rumores de un cantor martirizado. Es tal vez el fantasma de un vagabundo y viejo juglar, quien después de recorrer los jardines del patio y llamar con sorda insistencia a la puerta que jamás volvería a abrirse, torna triste y pensativo por la senda indescifrable de la inmensidad secreta, con unas pesadas alas de arcángel y un pedazo de acordeón. Hoy, cuando asciende a los cielos la Diosa Coronada de Patillal, y vuelven los pájaros del recuerdo a colgar sus nidos bajo la techumbre de la casa abandonada, es probable que, redimido de sus desengaños terrenales y otros estorbos de la consciencia, encuentre por fin el juglar esa última y magnífica oportunidad para el amor, que jamás pudiera obtener sobre la faz de la tierra.