Esta crisis de inversión es producto de la falta de confianza que genera el Gobierno.

Por Mauricio Cárdenas Santamaría

Decir que los resultados económicos son decepcionantes es llover sobre mojado. Más allá de las recriminaciones hay una realidad incuestionable: el país atraviesa una grave crisis de inversión. El asunto es que los platos rotos no los pagará el actual Gobierno: los tendrá que afrontar la próxima administración en forma de menor crecimiento de la economía después de 2026.

La caída del 25 % en la formación bruta de capital durante 2023 es algo que no tiene justificación. No era un componente necesario del plan de vuelo de estabilización de la economía. Bastaba con que se moderara el consumo de los hogares y el gasto público, sin traumatismos y sin comprometer la calidad de vida, como en efecto ocurrió.
El año pasado el país invirtió apenas un 13 por ciento de lo que se produjo, la mitad de lo normal. Un reflejo de esta situación es lo que está pasando con la construcción. Según el Índice de Situación Económica del Dane, si a diciembre de 2019 –antes de la pandemia– la actividad del sector era 100, en diciembre pasado fue 72.

Dada la actual tasa de inversión, los técnicos estiman que el crecimiento potencial de la economía colombiana es de apenas 2,5 %, lo que entra en la categoría de problemas serios. A ese ritmo no se logran generar los puestos de trabajo necesarios para reducir el desempleo y la pobreza. Un crecimiento tan mediocre tampoco permite obtener los ingresos fiscales que se requieren para manejar sanamente las finanzas públicas.

Pero quizás lo más grave es que un techo de crecimiento tan bajo, en medio de las tensiones sociales de Colombia, es un caldo de cultivo para la conflictividad y la violencia. No deja de ser paradójico que hacia allá nos esté llevando el Gobierno que precisamente prometió resolver todos estos problemas. Es un contrasentido que Gustavo Petro, que prometió tanto y se eligió con la esperanza del cambio, nos vaya a dejar peor de lo que estábamos en todos los frentes.

Hay que ser claros: la crisis de inversión no es consecuencia ni del Banco de la República ni de la política macroeconómica. Es producto de la falta de confianza que genera un Gobierno que cree que para construir primero hay que demoler. Refaccionar, mejorar o añadir no son verbos que hagan parte del lenguaje de esta administración.

Con la filosofía gubernamental del borrón y cuenta nueva –llámense salud, servicios públicos, infraestructura, vivienda, petróleo, para mencionar algunos–, los empresarios no tienen otra opción a esperar que terminen las obras de demolición y se pongan los primeros cimientos, cosa que por cierto tampoco ocurre.

Lo que sucedió con el decreto de liquidación del presupuesto ilustra perfectamente esta situación. Pese que el Congreso ya había aprobado las partidas específicas para los principales proyectos de inversión, el Presidente decidió englobarlas en un gran rubro para poder negociar directamente con los interesados y obtener algún dividendo político. Además, esperaba poder incluir en esa megabolsa presupuestal sus propios proyectos que no habían sido viabilizados a tiempo para entrar en el debate en el Congreso. Todo esto es abiertamente inconstitucional, pero eso se lo dejo a los abogados.

Desde el punto de vista de la crisis de la inversión, lo que hay que decir es que lo que hizo el Gobierno fue poner en tela de juicio las vigencias futuras, que son compromisos adquiridos previamente. Si los acreedores, contratistas y concesionarios empiezan a dudar de la seriedad de esos compromisos, aumenta la incertidumbre y se invierte menos.

En todo este episodio es evidente que al Presidente nadie le dice que no. Se ha instalado una cultura de miedo en la que cualquier voz discrepante corre el riesgo de ser despedida, como le ocurrió esta vez al director del DNP. El unanimismo en el Gobierno –peor aún, la incapacidad de discrepar del Presidente– es una receta infalible para las malas decisiones. Don Esteban Jaramillo solía decir que un ministro de Hacienda debe ser recordado más por las cosas que no dejó hacer que por las que hizo. Este debió ser el caso del ministro Bonilla, quien tendría que haber confrontado al Presidente y no expedir el decreto que finalmente tuvo que reversar.