Tarea para los cibervagos de inteligencia artificial: revivir las instantáneas y hacérnoslas llegar.

Por Óscar Domínguez Giraldo

Si Borges es el Homero de los pobres, al decir del terrible Cabrera Infante, los fotógrafos encargados de tomar las instantáneas callejeras en las grandes ciudades eran los Hernán Díaz de la gente de la llanura.

Gracias a esos virtuosos artistas del clic podemos seguir el rastro de nuestro rostro en el tiempo. Trabajaban con cámaras diminutas como un suspiro; pequeñas como la palma de la mano en las que las gitanas se inspiran para mentir sobre el futuro. Esa remota patria boba llamada nostalgia está en deuda con ellos.

Guaqueando en amarillentos álbumes encontré varias instantáneas. Son selfis al pasado. Me hacen sentir biografiado gráficamente. A veces quedaba con cara del corrupto que está capando cárcel por cárcel, no casa.

Los fotógrafos cumplían la orden de misericordia número 16: retratar a los que no teníamos cámara. (La obra de misericordia número 15 es un regalo que deberíamos darnos: perdonar y encimar olvido. Todo lo contrario de lo que hacen los mormones, perdón, los borbones, cuya única audacia es nacer en el lugar correcto).

A lo mejor, esos profesionales que congelaban nuestra historia personal tomaban fotos siguiendo el consejo que escuchó una vez el maestro Guillermo Angulo: para hacer buenas fotografías, lea cuidadosamente las instrucciones de la Kodak, y haga todo lo contrario.

Me sentía con fotógrafo propio cuando iba al centro donde ejercían su labor. Eran mi Daniel Mordzinski de peluche. Cuando iba acompañado de algún arrocito en bajo, llevaba la ropa de pontificar. Si no nos retrataban de primerazo repetíamos el paseíllo hasta coronar el clic. Los tomamonos clonaron de las papas cierta infalibilidad para descubrir si el sujeto tenía con qué pagar. Reclamaba con avidez el recibo que me haría dueño de una foto a cambio de unos pesos. El lío era conseguir el esquivo billete. Con furia veía pasar los carros de Thomas de la Rue “tuquios” del vil metal.

En mi período bogotano, escogía el fondo del edificio Avianca para enviarles instantáneas a mis parientes y amigos en la aldea global. Era la forma de notificarles que estaba triunfando. Así el corrientazo meridiano estuviera embolatado. El hambre nunca salía en el retrato.

Tarea para los cibervagos de la inteligencia artificial: revivir las instantáneas y hacérnoslas llegar a nuestra respectiva jurisdicción. Al fin y al cabo, son los dueños de nuestra intimidad, incluida la dirección postal. A nuestras espaldas, claro.