Ojalá no sea para neutralizar la necesaria controversia de ideas políticas en el manejo del Estado.

Por Alfonso Gómez Méndez

Ahora, a propósito de las dificultades que afronta el gobierno Petro por las más diversas causas, vuelve a hablarse de la necesidad de un “acuerdo nacional” para salir de la crisis. Claro está que, como en varias de las propuestas del Presidente, no se va más allá de la formulación general. No se precisa con quiénes se haría el acuerdo, ¿los partidos políticos, los congresistas, los gremios, los sindicatos, la academia, el periodismo, las insurgencias armadas, la delincuencia organizada con la que se busca una “reconciliación”?

Tampoco se ha dicho para qué es el acuerdo. ¿Acaso para pasar la agenda legislativa social del Gobierno, para cambiar el modelo económico, para acometer la necesaria reestructuración de un Estado presidencialista y paquidérmico, para repensar la Fiscalía y los organismos de control, para reflexionar sobre un modelo distinto de región que pueda sacarnos del asfixiante centralismo?

En nuestra historia política –algunas veces con razón– se ha utilizado la figura de los “acuerdos nacionales” para salirles al paso a situaciones difíciles. Uno de los más importantes fue el Tratado del Wisconsin, de 1902, que puso fin a la violenta confrontación entre liberales y conservadores, conocida como la guerra de los Mil Días.

De allí también emergió, luego de la dictadura de Rafael Reyes después de la pérdida de Panamá, lo que se conoció como el “canapé republicano” de donde salieron los presidentes –eso sí, todos conservadores escogidos en riguroso turno por el arzobispo de Bogotá– y durante el cual los partidos no resolvieron a bala sus diferencias, aun cuando hubo episodios violentos como la masacre de las bananeras, el 6 de diciembre de 1928, durante la administración de Abadía Méndez.

Aunque el liberalismo volvió al poder en 1930, el primer presidente, Enrique Olaya Herrera, instauró el gobierno de la “concentración nacional”, con la participación de los conservadores.

En medio de la violencia, cuando el país ardía y la capital estaba incendiada luego del asesinato de Gaitán, Ospina Pérez armó un gobierno de “unión nacional” en el que participó el liberalismo con su figura más importante: Darío Echandía como ministro de Gobierno. Apenas duró unos pocos meses por el recrudecimiento de la violencia.

Alberto Lleras y Laureano Gómez, con el mismo fin, concibieron el Frente Nacional, expresión máxima de acuerdo entre los partidos, entre otras razones, para poner fin a la dictadura de Rojas, que irónicamente, por lo menos al comienzo, dictó un decreto de amnistía e indulto generales para afianzar la paz. Así se llegó al plebiscito –que en verdad fue referendo– del 1.º de diciembre de 1957, con la participación, en términos porcentuales, más alta en toda la historia. Un solo dato comparativo: en el plebiscito participó el 70 por ciento del censo electoral; en la elección de los constituyentes que redactaron la Constitución del 91, apenas el 30 por ciento.

Es verdad que fue necesario acudir a instituciones antidemocráticas como la paridad en la administración pública, la justicia y el Congreso y la alternación en la presidencia por doce años, pero se cumplió el objetivo de parar por un buen tiempo la violencia originada en el sectarismo político.

En plena crisis del proceso 8.000, Ernesto Samper, buscando una salida, convocó una reunión con su enconado opositor Andrés Pastrana Arango en casa de su canciller, Rodrigo Pardo García-Peña, amigo común. Al parecer, Samper estuvo dispuesto a ofrecer la participación del conservatismo en el Gobierno, Andrés Pastrana no aceptó y la confrontación siguió.

Aun cuando ahora no sabemos exactamente de cuál “acuerdo nacional” se trata, ojalá no lo sea para neutralizar la necesaria controversia de las ideas políticas en el manejo de la sociedad y el Estado. Esperamos que tampoco sea para compensaciones burocráticas ni para repartir el presupuesto vía asistencialismo. Va a ser muy difícil, por cuanto, a diferencia de épocas anteriores, hoy ya no quedan verdaderos partidos políticos sino fábricas de avales y microempresas electorales. Ojalá lo sea para construir nación y reconstruir, con ayuda de todos, lo que Carlos Lleras Restrepo, como líder del liberalismo, llamaba la “sociedad recientemente igualitaria”.